...Érase una vez un viajero que después de recorrer un largo camino llegó a una pequeña aldea. De un tiempo a la fecha, las cosas en la aldea no estaban del todo bien: un virus se había encargado de poner de cabeza ánimos y relaciones. El dinero escaseaba por falta de trabajo, así que la llegada de un viajero puso en alerta a los vecinos.
El viajero no contaba con un lugar donde refugiarse o algo de comer. Llamó a la puerta de la primera casa que encontró. Una mujer abrió y el viajero le preguntó si podía ofrecerle un poco de comida. La mujer respondió un tanto molesta:
—Lo siento, no tengo nada que darte —y cerró de golpe la puerta.
Entonces, el viajero tocó puerta tras puerta, pero la respuesta fue la misma: era rechazado una y otra vez.
Con una idea en la cabeza y nada en la panza, se dirigió a la plaza del pueblo, comenzó una pequeña fogata, tomó una olla que llevaba en su bolso, la llenó con agua del río y dejó caer en ella una pequeña piedra.
Mientras hervía el agua, un aldeano curioso se detuvo a preguntarle qué estaba cocinando.
—Una exquisita sopa de piedra —contestó el viajero.
—¿Me invitarías un poco? —preguntó el aldeano.
—Con gusto, si cooperas con algo —propuso el viajero.
El aldeano se ofreció a traer zanahorias para agregar a la sopa.
Otro aldeano se acercó a los dos hombres y preguntó qué cocinaban; poco después, regresó con papas. Un joven pasó y se unió al grupo, trayendo a su madre y todos los platos y cucharas de su casa.
No pasó mucho tiempo antes de que mas aldeanos se acercaran y ofrecieran su ingrediente favorito: jamón, cebollas, tomates, calabazas, sal y pimienta. Todos querían contribuir a la innovadora receta. Finalmente, el viajero sacó la piedra de la olla y declaró:
—¡La sopa de piedra está lista!
Y fue así como toda una comunidad se unió en un festejo que comenzó con mucha hambre y una pequeña piedra.
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